28 dezembro 2006

Los encuentros de un caracol aventurero

Federico García Lorca

Hay dulzura infantil

en la mañana quieta.

Los árboles extienden

sus brazos a la tierra.

Un vaho tembloroso

cubre las sementeras,

y las arañas tienden

sus caminos de seda

– rayas al cristal limpio

del aire –.

En la alameda

un manantial recita
su canto entre las hierbas.

Y el caracol, pacífico

burgués de la vereda,

ignorado y humilde,

el paisaje contempla.

La divina quietud

de la naturaleza

le dio valor y fe,

y olvidando las penas

de su hogar, deseó

ver el fin de la senda.


Echó a andar e internóse

en un bosque de yedras

y de ortigas. En medio

había dos ranas viejas

que tomaban el sol,

aburridas y enfermas.


“Esos cantos modernos

– murmuraba una de ellas –

son inútiles.” “Todos,

amiga – le contesta

la otra rana, que estaba

herida y casi ciega –.

Cuando joven creía

que si al fin Dios oyera

nuestro canto, tendría

compasión. Y mi ciencia,

pues ya he vivido mucho,

hace que no la crea.

Yo ya no canto más...”


Las dos ranas se quejan

pidiendo una limosna

a una ranita nueva

que pasa presumida

apartando las hierbas.


Ante el bosque sombrío

el caracol se aterra.

Quiere gritar. No puede,

Las ranas se le acercan.


“¿Es una mariposa?”,

dice la casi ciega.

“Tiene dos cuernecitos

– la otra rana contesta –.

Es el caracol. ¿Vienes,

caracol, de otras tierras?”


“Vengo de mi casa y quiero

volverme muy pronto a ella.”

“Es un bicho muy cobarde,

– exclama la rana ciega –.

¿No cantas nunca?” “No canto”,

dice el caracol. “¿Ni rezas?”

“Tampoco: nunca aprendí.”

“¿Ni crees en la vida eterna?”

“¿Qué es eso?”

“Pues vivir siempre

en el agua más serena,

junto a una tierra florida

que a un rico manjar sustenta.”


“Cuando niño a mí me dijo

un día mi pobre abuela

que al morirme yo me iría

sobre las hojas más tiernas

de los árboles más altos.”


“Una hereje era tu abuela.

La verdad te la decimos

nosotras. Creerás en ella”,

dicen las ranas furiosas.


“¿Por qué quise ver la senda?

– gime el caracol –. Sí, creo

por siempre en la vida eterna

que predicáis...”

Las ranas,

muy pensativas, se alejan,

y el caracol, asustado,

se va perdiendo en la selva.


Las dos ranas mendigas

como esfinges se quedan.

Una de ellas pregunta:

“¿Crees tú en la vida eterna?”

“Yo no”, dice muy triste

la rana herida y ciega.

“¿Por qué hemos dicho, entonces,

al caracol que crea?”

“¿Por qué?... No sé por qué,

– dice la rana ciega –.

Me lleno de emoción

al sentir la firmeza

con que llaman mis hijos

a Dios desde la acequia...”


El pobre caracol

vuelve atrás. Ya en la senda

un silencio ondulado

mana de la alameda.

Con un grupo de hormigas

encarnadas se encuentra.

Van muy alborotadas,

arrastrando tras ellas

a otra hormiga que tiene

tronchadas las antenas.

El caracol exclama:

“Hormiguitas, paciencia.

¿Por qué así maltratáis

a vuestra compañera?

Contadme lo que ha hecho.

Yo juzgaré en conciencia.

Cuéntalo tú, hormiguita.


La hormiga, medio muerta,

dice muy tristemente:

“Yo he visto las estrellas.”

“¿Qué son estrellas?”, dicen

las hormiguitas inquietas.

Y el caracol pregunta

pensativo: “¿Estrellas?”

“Sí – repite la hormiga –,

he visto las estrellas,

subí al árbol más alto

que tiene la alameda

y vi miles de ojos

dentro de mis tinieblas.”

El caracol pregunta:

“¿Pero qué son las estrellas?”

“Son luces que llevamos

sobre nuestra cabeza.”

“Nosotras no las vemos”,

las hormigas comentan.

Y el caracol: “Mi vista

sólo alcanza a las hierbas.”


Las hormigas exclaman

moviendo sus antenas:

“Te mataremos, eres

perezosa y perversa,

El trabajo es tu ley.”


“Yo he visto a las estrellas”,

dice la hormiga herida.

Y el caracol sentencia:

“Dejadla que se vaya,

seguid vuestras faenas.

Es fácil que muy pronto

ya rendida se muera.”


Por el aire dulzón

ha cruzado una abeja.

La hormiga agonizando

huele la tarde inmensa

y dice: “Es la que viene

a llevarme a una estrella.”


Las demás hormiguitas

huyen al verla muerta.


El caracol suspira

y aturdido se aleja

lleno de confusión

por lo eterno. “La senda

no tiene fin – exclama –.

Acaso a las estrellas

se llegue por aquí.

Pero mi gran torpeza

me impedirá llegar.

No hay que pensar en ellas.”


Todo estaba brumoso

de sol débil y niebla.

Campanarios lejanos

llaman gente a la iglesia,

y el caracol, pacífico

burgués de la vereda,

aturdido e inquieto

el paisaje contempla.


Fonte: Lorca, F. G. 2002. Os encontros de um caracol aventureiro. SP, Ática.


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